A finales de los años noventa en medio mundo, miles de personas comenzaron a tener sueños intensos y misteriosos. En todos ellos, aparecía una extraña y desconocida figura del antiguo Egipto.


Índice de Contenidos

  1. 1. El origen de las civilizaciones
  2. 2. Viajar en tren por Egipto
  3. 3. La diosa Sekhmet
  4. 4. El guardián de la Capilla
  5. 5. La capilla de la resurrección
  6. 6. El don de la inmortalidad

Era un ser poderoso, que te llenaba de pavor, de miedo y, siempre, esta imagen estaba unida a la destrucción regeneradora. Su figura, con cuerpo de mujer y cabeza de leona, atemorizaba a todos los que, en la noche, se encontraban con ella. Mucha gente, en todo el mundo, relataba su encuentro, pero no podían entender lo que significaba, ni quién era esa poderosa mujer.

Aquel misterio llego hasta mí y, sin quererlo, me vi envuelto en un extraño viaje en el que, por fin, comprendería algo de lo que estaba pasando. La extraña figura de mujer me llevó hasta Egipto, solo allí podía existir alguien como ella.

 

El origen de las civilizaciones

Nada más llegar al aeropuerto de El Cairo, sucede algo inexplicable que te revoluciona por dentro. Todo tu ser se ajusta a una nueva frecuencia y la realidad comienza a vivirse de otro modo. Siempre me ocurre, cada vez que aterrizo en esa gigantesca y caótica ciudad, siento que me transformo. El primer impacto para los que deciden viajar a Egipto te lo produce el ruido. Una tormentosa sinfonía de cláxones que suenan por la ciudad avisando del tráfico más salvaje que uno pueda imaginar.

En aquella ocasión, la situación con el vecino Israel era complicada. Una nueva crisis agitaba la sagrada tierra del oriente y eso se hacía notar en la ciudad.  Habían llegado millones de refugiados que se sumaban a los veinte millones de habitantes que ya tenía la ciudad más grande del continente. Pero El Cairo era capaz de engullir a toda esa marea humana sin inmutarse.

La ciudad de los muertos serviría para albergar esas nuevas almas que se acercaban al brillo de las luces y al ruido de los coches. Un taxista loco me esperaba a la salida del aeropuerto para recogerme. No hablaba inglés y mucho menos español. Tan solo gritaba, en castellano, como un poseso, tratando de hacerse oír entre la música árabe que atronaba en su coche. “¡Otro viaje, otro viaje!, decía mientras se reía como un loco.

No era mi primera experiencia en Egipto, ya conocía la aventura del tráfico en el Cairo, me agazapé en el asiento y dejé que los dioses se hicieran cargo de mi alma y me protegieran. Tras más de una hora de jugar a los coches de choque y de sortear camellos, burros y coches desvencijados llegué a mi hotel.  Se trataba de un viejo edificio colonial en el centro de la ciudad muy cerca del Museo de Antigüedades. Dos libras de propina hicieron que el taxista loco me llenara de babas mientras me besaba agradecido.

Tuve el tiempo justo de descansar y sacar mi billete de tren a Luxor y sus maravillosas pirámides, hacia la antigua Tebas, justo el centro del universo, la cuna de todas las civilizaciones.

 

Viajar en tren por Egipto

El tren, un viejo convoy heredado de las líneas férreas húngaras, atravesaba el país sin prisa, dejándonos gozar del paisaje mientras la vida se asomaba por las ventanillas. Allí me di cuenta, que, para muchos pueblos, a diferencia del mundo occidental, la vida es un regalo de los dioses que hay que saber apreciar. Vivir es la mejor oración que uno puede lanzar al aire. Y esto es lo que los dioses primigenios esperan de los humanos que deambulan por este planeta. Yo lo aprendí y lo agradecí. Estaba vivo, estaba gozando de la existencia y del regalo de existir. Casi a mediodía, cuando el sol apretaba, pude ver la fantástica imagen de la montaña tebana. Llegaba a mi destino. El Valle de los Reyes apareció ante mí. Allí, sin saberlo aún, tenía una misteriosa cita.

 

La diosa Sekhmet

No era fácil encontrar la capilla que albergaba aquella estatua. Apartada de los caminos transitados por turistas se escondía a los ojos de los neófitos, reservando su misterio. No me costó demasiado convencer a uno de los guardianes para que me llevara hasta la pequeña capilla que albergaba a aquel monumento. Se trataba de la diosa Sekhmet, la señora de la destrucción, esposa del rey Pthat, el dios de las tinieblas. 

En el libro de la Vaca Divina se relata el cataclismo producido por un trastorno temporal de las relaciones entre dioses y hombres. En ese texto se describe el momento en el que los hombres traman una serie de planes malvados contra el Dios Ra. La diosa vaca Hathor, como representante del ojo de Ra, se da cuenta y venga esta afrenta persiguiendo a los hombres. En ese momento se transforma en la sanguinaria Sekhmet. Este mismo texto nos relata cómo esta divinidad, en el éxtasis de su matanza, disfrutaba bañándose en la sangre de sus víctimas.

Ra, finalmente se apiada de la humanidad y para evitar que Sekhmet continué con la matanza de seres humanos, la engaña inundando el campo de batalla con vino, líquido que la diosa confunde con la sangre de sus víctimas. De esta manera Sekhmet se emborracha y salva así al resto de la humanidad.

Sekhmet, era adorada en multitud de templos en la antigüedad. A veces compartía la capilla con su esposo, el Dios Ptah. Hasta nuestra época han trascendido las extraordinarias facultades curativas de esta diosa.

Las propias imágenes de esta divinidad eran célebres por sus curaciones, por lo que se convirtió en patrona de la medicina, algo que resulta paradójico con su leyenda y mitología sanguinaria.

Yo me encontraba a pocos pasos de la misteriosa y desconocida capilla. Según mi guía, allí me vería empujado, a punto de traspasar una puerta, a otro mundo. Y podría hacerlo si era capaz de vencer el miedo. Mis miedos.

 

El guardián de la Capilla

Tras apartarme de la sala de columnas y recorrer un polvoriento sendero pude ver al fondo una pequeña construcción.  Según el guía, se trataba de la capilla donde se guardaba a la diosa. Nadie se acercaba hasta el lugar, sólo los locos como yo que habían sentido su llamada.

En la puerta había un guardián que se sorprendió con mi visita. Pronto sonreiría adivinando la propina que, ese día le entregaría el extranjero que se había acercado hasta aquel aislado lugar. Le dije que quería entrar sólo en la capilla y se negó.  Me costó convencerle. Quería y debía estar a solas con aquel ser que me había llamado en la distancia. Por fin accedió, y me abrió la pesada puerta.

Dentro, la oscuridad. Cuando me hube acostumbrado a la falta de luz, pude ver que la sala se hallaba dividida en tres estancias pequeñas y rectangulares. Frente a mí, la sala de entrada, justo en el centro pude percibir una especie de figura extraña. Cuando por fin mi retina se acostumbró a esa situación, distinguí una estatua. Le faltaba la cabeza. Era de granito negro y se ubicaba encima de un pedestal. Correspondía al Dios Pthat, el marido de Sekhmet, el dios de las tinieblas. Pensé que no habían podido escoger mejor el lugar para colocarle. A la izquierda había otra pequeña sala, entré, y estaba vacía. Sólo me quedaba la sala de la derecha. Allí debía de estar ella.

 

La capilla de la resurrección

Avancé en medio de aquellas tinieblas y cuando apenas atravesé el umbral de la pequeña capilla, pude sentir su figura. La primera impresión me hizo retroceder, allí dentro había algo que se había movido. Vi claramente como una figura de dos metros de altura con algo en la cabeza se había movido, como si alguien la hubiera pillado fuera de su lugar.

No lo podía creer, pero a medida que mis ojos se fueron acostumbrando, pude distinguir algo más. Hacia el fondo de la sala se encontraba una figura, algo que tenía vida y que parecía no esperar visita aquel día. Como puede, venciendo mi miedo, me acerqué hasta la imponente mole que se hallaba ante mí. Poco a poco comencé a distinguir sus rasgos. Era negra, figura estilizada de mujer, con los brazos a lo largo del cuerpo. Su cabeza era la de una leona amenazante. De corona, un sol, símbolo de la divinidad. A tres metros de ella, me fui preparando para su presencia. Poco a poco, fui venciendo el temor y decidí adelantarme. Toda ella estaba envuelta en una especie de aura de color amarillo, una extraña energía la rodeaba. Al acercarme, sentí que su semblante amenazante se transformaba. A pocos centímetros de la figura vi como su rostro se convertía en algo más dulce.

Entonces, una voz dentro de mi sonó: “puedes acercarte si lo deseas”, susurró.

Así lo hice, di dos pasos más y acerqué mis manos hacia ella. Dudé un instante, luego, me dejé llevar.  Y entonces, ya estaba acariciando su cuerpo. El tacto era extrañamente cálido para ser, aparentemente, una estatua de piedra. Sentí un escalofrió al tocar su cara y vi como sus ojos se llenaban de una expresión nueva.

Era increíble pero aquella estatua podía sentir mis caricias. Después, se estableció una comunicación entre nosotros. Podía sentir cómo esa extraña energía, esa aura que envolvía la estatua se fundía con la mía, rodeándome y llenándome de una ternura nueva.

No sé el tiempo que duró aquél encuentro, pero en aquellos instantes sé que establecí una conexión con algo desconocido para mí. Pude sentir, incluso, en un momento determinado, como esa figura de piedra se transformaba bajo mis caricias. A veces su semblante era tierno, otras, se llenaba de tristeza. Era como si, un ser divino, hubiera sido condenado a permanecer atado a aquel lugar por siglos, como una especie de prisión que la mantenía encadenada a aquella pequeña capilla. 

Todo su trabajo era poder establecer contacto con los humanos y la forma de hacerlo era llamarles en sus sueños. Entraba en nuestro subconsciente y nos llamaba para llegar hasta aquel lugar, aquella misteriosa capilla de la resurrección. Durante unos momentos sentí que la tenue luz aumentaba y, que surgían palabras del fondo de la piedra que conformaba a aquel ser. La sensación que recibí se repitió, era una especie de apremiante llamada para ir a visitarla.

Fue como si alguien vivo hubiera sido recubierto de una capa de piedra y necesitase la energía de los humanos para revivir y recibir el mensaje. Necesitaba nuestra presencia y que los hombres, o al menos un grupo de ellos, fuera capaz de comprender, de llegar a atravesar esa otra orilla y, entender que la vida sigue adelante, que la vida es eterna. Y que nosotros, ya tenemos en nuestro interior, el don.

 

El don de la inmortalidad

El vigilante tocó la puerta. Era el momento de marcharse. No sé el tiempo que había transcurrido, pero los dos, ella y yo, supimos que era la hora de despedirnos.  Así lo hicimos. Nos estrechamos en un abrazo, incluso pude sentir como su energía se fundía con la mía. Una última mirada me apartó de ella.

Antes de salir y de cerrar la puerta de la capilla, le hice una promesa. Volveré, y no lo haré solo, conmigo traeré cada vez a humanos, a personas que sean capaces de sentirte. A aquellos capaces de saber que “el don” está dentro de nosotros.

Desde entonces, al menos una vez al año, en una especie de peregrinación, nos acercamos hasta esa pequeña capilla de Sektmeth y no voy sólo. Un grupo de amigos me acompaña. Tengo la esperanza de que también ellos sean capaces de percibir lo que yo sentí en presencia de la diosa. Y espero que ellos también sean capaces de apreciar que al menos allí, en ese país, en ese lugar, estamos más cerca de la inmortalidad.